Una universidad —decía
Diderot— es como “una escuela abierta indistintamente” a los hijos de una
nación. El subrayado de indistintamente es de Diderot y junto con abierta,
deben ser palabras destacadas de forma especial este año en que celebramos el
tricentenario de su nacimiento.
En España, vistas las cosas
con la mirada de Diderot, íbamos por el buen camino.
Si se estudian
comparativamente los sistemas universitarios europeos, en clave de dimensión
social, nuestro país hace tres años no se encontraba entre los más inclusivos,
pero se había venido alejando progresivamente de los más excluyentes. En el
último informe Eurostudent, analizando el porcentaje de hijos e hijas
matriculados en la universidad, procedentes de familias con bajo nivel
educativo y bajos ingresos, se observaba que estaban infra-representados, pero
que su número y su porcentaje iban aumentando en las aulas; mientras que los
hijos e hijas de familias con nivel educativo alto y altos ingresos, aunque
estaban sobre-representados, iban reduciendo su presencia relativa. Por tanto,
estábamos en transición hacia los sistemas denominados “equitativos”, aquellos
en que la universidad mejor refleja la estructura de la sociedad.
Con ello no quiere decirse
que podíamos echar las campanas al vuelo, por varias razones: primero porque
equidad no es lo mismo que igualdad; pero, sobre todo porque la gran selección,
la más grave e injusta, se había operado mucho antes de llegar a la
universidad. De un lado, las clases medias altas habían “salvado” a su progenie
de las escuelas públicas buscando un itinerario selecto; de otro, los niños y
niñas que quedaban “varadas” muy temprano en su aprendizaje (fracaso y
abandono), se encontraban con una esperanza de vida educativa muy baja,
mientras otras alcanzaban las cimas más altas, incluyendo en ellas postgrados y
formación a lo largo de la vida.
Eso que llamamos fracaso escolar,
culpabilizando a la ligera a los adolescentes que no logran progresar y
abandonan, era y es realmente un fracaso social. Había, por tanto, mucha tarea
por hacer y muy especialmente en las primeras etapas educativas.
Ahora se ha impuesto un
nuevo escenario. Las medidas adoptadas en los últimos años —reducción de
recursos y de profesorado, incremento del número de alumnos por aula, subida
contracíclica de los precios de las matrículas, endurecimiento de los
requisitos para obtener becas y reducción de su número, entre otros— nos alejan
irremediablemente de la equidad y nos retrotraen al territorio de la exclusión.
Eso sí, extrayendo y salvando del barrizal, a aquellas personas que procediendo
de familias humildes sean muy, muy, talentosas. Retornamos así al paternalismo
elitista de las becas de los años sesenta. En vez de resolver los problemas
existentes, se agravan.
¿Es ésta una buena
estrategia para salir de la crisis y para el futuro de este país? Desde luego,
Diderot, pensaría que no, pues en su proyecto de universidad para el imperio
ruso sostenía que dada la relación entre el número de palacios y el de cabañas
(uno a diez mil), era razonable que resultaría mucho más probable encontrar el
talento, el genio y la virtud, entre los habitantes de las cabañas que en los
de los palacios. Imagino que esta sentencia suscitará alguna sonrisa o
comentario cáustico entre quienes piensan que el mérito siempre es y sólo es un
logro personal. Pero no estará de más releer a uno de los padres de la
Enciclopedia, esa empresa ilustrada que creía posible democratizar el saber, si
se trabajaba con tenacidad.
Antonio Ariño Villarroya es
vicerrector de Cultura de la Universitat de València
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